Escritos para la Reflexión, José Antonio Galloso

Imagen: Post de José Antonio Galloso

No hay más vueltas que darle, estamos totalmente polarizados, y me apena. Porque tengo muchos amigos inteligentes a quienes esta campaña los está volviendo demasiado irascibles, y algunos hasta fanáticos. Me resiente que los últimos gobiernos junto al olvido estatal hayan desbordando la paciencia popular y nos hayan obligado a esta realidad.

Faltan tres semanas para decidir (dudo que sean sólo los próximos 5 años) sino el futuro del país, por ello los invito a seguir el blog, porque a partir de hoy estaré publicando reflexiones, artículos, ensayos y escritos variados sobre la actual coyuntura, y no de connotados "análistas políticos" sino, de gente como tu o yo, que reflexiona y que tiene algo que decir, o que aportar.

Inicio esta serie con un escrito enviado desde California, por mi buen amigo de épocas estudiantiles, José Antonio Galloso.

Memorias del Perú que me tocó vivir

Yo tenía entre seis y ocho años cuando tuve mi primer encuentro directo con un gobierno de facto. Mi madre, profesora del Estado, que no tenía con quién dejarme, me llevó un par de veces a protestar y exigir el fin de la dictadura de Morales Bermúdez. Recuerdo claramente que el ministro de educación era José Francisco Guabloche Rodríguez, los gritos de protesta de los maestros al marchar por la avenida Abancay frente al que, en ese entonces, era el ministerio de educación, se han quedado grabados en mi memoria: “Si Guabloche quiere boche, le daremos día y noche!”. Pude ver y vivir muy de cerca, cogido de la mano de mi madre, la represión que se ejercía sobre los maestros que, con dignidad, tomaban las calles y hacían huelgas indefinidas por el retorno de la democracia. Rochabuces, bombas lacrimógenas, macanas y carreras desbocadas. Mi madre era también una de las encargadas de hacer la olla común para los profesores en huelga. Esas imágenes, esos sonidos, esos olores de la lucha de un pueblo digno son imborrables.

Por esos días de convulsión tuve otra experiencia inolvidable. Una tarde, mientras regresábamos a casa luego del colegio en el pequeño autobús amarillo y destartalado del señor Farfán (el hombre que nos hacía la movilidad escolar), nos cruzamos con una protesta de estudiantes universitarios contra la dictadura en el preciso momento en el que se desataba la represión. El señor Farfán hizo lo posible por librarnos de los gases y el tumulto que se esparcía por las calles. De pronto, al llegar a una esquina, nuestro pequeño autobús sobreparó y dos estudiantes universitarios empezaron a tocar la puerta con desesperación. El señor Farfán no lo dudo dos veces, abrió la puerta, los dejo subir y aceleró. Los muchachos agitados y asustados se sentaron sobre la tapa del motor que estaba al lado del chofer. Uno de ellos llevaba en la mano una bomba molotov. En su mirada, ahora lo sé, se mezclaban la sed de justicia y el miedo.

Los años del segundo gobierno de Belaunde, reivindicado democráticamente luego de haber sido derrocado por Velasco en 1968, aparecen difusos en mi memoria. Recuerdo la llegada de los refugiados cubanos al parque zonal Túpac Amaru; el fenómeno del niño que llenó de peces tropicales mis tardes de pesca y de enfermedad y miseria la costa norte del Perú; el conflicto con el Ecuador y su falso Paquisha; el eterno discurso de la marginal de la selva; las construcciones de grandes complejos de vivienda. Pero recuerdo con especial claridad el motín del Penal del Sexto transmitido por televisión, puro snuff atravesando mis retinas de 12 años. Por otro lado, es sabido que no bien restablecida la democracia, Sendero Luminoso le declaró la guerra al Estado Peruano desde Ayacucho. La Masacre de Ucchuracay y de Putis fueron los hechos de sangre más sonados. Se afirma que durante el gobierno de Belaunde se violaron largamente los derechos humanos. Algunos dicen que todo ocurrió por su falta de decisión, por su falta de pantalones. No lo sé, pero el retorno a la democracia estaba machado de sangre y en la cuerda floja. Sin embargo, si algo vi en Belaunde que no vi en otros presidentes, fue la manera en la que vivió su vida después de sus dos gobiernos, con austeridad y moderación, siempre acompañado por Violeta. Es un hecho, al menos para mí, que no fue un ladrón ni un enfermo de poder. Fernando Belaunde Terry, creo yo, fue un hombre esencialmente bueno; lo que me lleva a pensar que el poder político no está hecho para los buenos; como si de alguna manera, no hubiese lugar para el corazón en el palacio de gobierno. (ver nota)

Otro dato interesante del gobierno de Belaunde es que la crisis económica de su gobierno se debió, en gran medida, a la caída del precio de los metales. Me pregunto cuándo, como en la canción, esa bolita volverá a bajar.

Luego llegó el primer gobierno de Alan García. El muchacho de 35 años que jugó con el país durante todo su mandato y nos dejó en la ruina luego de pegarse la juerga más larga del mundo. Envolvió al pueblo con su discurso intoxicado e intoxicante, plagado de demagogia y populismo. Se convirtió en un mesías alto, espigado y completamente díscolo. En esta etapa la guerra interna seguía escalando. Las matanzas de reos senderistas amotinados en los penales Lurigancho, el Frontón y Santa Bárbara, a manos de las fuerzas armadas; así como la masacre de campesinos en Cayara son prueba de ello. Del mismo modo, el surgimiento del comando paramilitar Rodrigo Franco, nos indicaba hacia donde se empezaba a dirigir la lucha antisubversiva. Pero tal vez lo que yo recuerdo con más claridad, fue aquel famoso túnel por el que escaparon del penal Castro Castro, Víctor Polay y varias decenas de miembros del MRTA. Todos en el gobierno, después de esto, quedaron como una sarta de payasos.

Es también, durante este gobierno, que pude ver muy de cerca, por razones que no viene al caso explicar ahora, los extremos a los que puede llegar la gente cuando tiene poder, y los niveles de autohumillación a los que pueden llegar aquellos que están cerca al poder y quieren beneficiarse de él. Luego de esos cinco años de gobierno Aprista, el país quedo deshecho económica y moralmente, el mesías había resultado ser un pobre infeliz. La fauna política quedó con la imagen por los suelos, destrozada y apestando a corrupción porque se robaron hasta lo que no había. Gracias al juego rebelde e irresponsable de García y su desmedido efectismo, el Perú se volvió a ir al carajo. En esos años aprendí bien lo que ya intuía, que el poder corrompe, enajena, transforma, embrutece, animaliza. Son muy pocos los seres humanos que pueden manejar el poder político sin envilecerse. Así, entre los 13 y los 18 años empecé a dudar seriamente de la política como agente de cambio.

En los 90 llevaba un año de haber terminado el colegio y, Alberto Fujimori, llegaba al poder desde la nada y sin mayor mérito que el de los monosílabos, la mentira y la sombra emergente de Vladimiro Montesinos. El pueblo desencantado del animal político por excelencia (me refiero a García y no es un piropo) optó por darle su voto a ese “chinito” que se parecía tanto al bodeguero de la esquina, serio, honrado y trabajador. Su elección fue posible gracias al apoyo de los informales, de grupos marginales y de izquierda, de algunas iglesias y, por supuesto, del dogmático voto aprista. En esa contienda, Vargas Llosa perdió por decir la verdad. Más allá de estar de acuerdo o no con sus posiciones políticas, otra vez me pregunto si la gran lección de su derrota es que la verdad no tiene lugar en la arena política. Mi respuesta es sí, no tiene lugar y probablemente nunca lo haya tenido.

Una vez que se instauró en el poder, Fujimori le dio la espalda a los grupos marginales y cristianos que lo apoyaron y se arrodilló manso y obediente ante Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional. De esta manera, el país pasó a ser en un siervo más del neoliberalismo, esa bestia mentirosa y autoritaria que tiene al mundo hipnotizado, idiotizado con su falsa melodía de progreso. En ese momento, Fujimori, demandaba que el Congreso le diera la facultad para legislar sin fiscalización en temas económicos y de lucha contra la subversión. Ante la negativa del Congreso, el dictador japonés Fujimori Fujimori, decidió dar el autogolpe del 5 de abril de 1992 y la democracia, ese término enclenque, ese indigente famélico que venía caminando desde hacía años por la cuerda floja, se fue al carajo. El pueblo apoyó la medida en rechazo a lo que el gobierno del joven García había hecho de la fauna política, sin entender bien lo que se venía. El pueblo estaba feliz con la mano dura, con el Papá recto que aplicaba el certero correazo. Nunca pudieron prever qué tipo de monstruo era ese que sujetaba la correa. Nunca pudieron prever ni imaginar que en nombre de la lucha antisubversiva se instauraría otra forma de terror, el terrorismo de Estado.

Fue en ese mismo año (1992) que Alan García escapó del país, se exilió en Colombia, y luego se fue a vivir impunemente a Francia con todo el dinero robado. Vale aclarar que en 1991, García fue acusado de enriquecimiento ilícito y que tanto el APRA como Cambio 90, el partido del dictador Fujimori, hicieron hasta lo imposible por obstaculizar el proceso de la justicia. Desde entonces, tuve la clara convicción de que existían y existen vínculos oscuros de corrupción y encubrimiento entre estos dos partidos. La política, en mi fuero interno, se seguía yendo al diablo.

En cuanto a la economía del Fujimorato, muchos celebran, desde el olvido, el crecimiento y la reinserción al sistema financiero internacional, meta que se logró al aplicarse todas las medidas que, el dictador japonés en el Perú, juró que nunca aplicaría. Pero lo que pocos recuerdan, son los costos de la genuflexión ante el neoliberalismo. Los sueldos se vinieron al piso; los derechos laborales desaparecieron; los sindicatos fueron demolidos; hubo despidos masivos de obreros y empleados públicos; la industria nacional entró en crisis; la economía informal se disparó. Y en medio de esa fiesta de inestabilidad y angustia, los extranjeros empezaron a comprarse gustosos el país a precio ganga. El Perú empezaba a avanzar, pero en manos de otros. El Perú empezaba a avanzar, pero, ¿hacia dónde?

En esos días de tumulto y traición, mi padre se jubilaba de la compañía peruana de aviación Faucett luego de 35 años de impecable servicio como jefe de personal. Él era el modelo del buen trabajador, nunca faltaba, nunca llegaba tarde, jamás cometió una sola falta ni se salió del reglamento. Un ejemplo de ética y compromiso. Pero de poco le sirvió ser uno de los empleados más queridos e intachables de la empresa, porque la inestabilidad laboral reinaba y las compañías nacionales se iban en picada gracias a las medidas de Fujimori, que en realidad eran las medidas neoliberales del Fondo Monetario Internacional. Y, a mi padre, no solo no le dieron ni las gracias sino que tuvo que hacerle un largo juicio a la empresa para recibir lo que con justicia le correspondía por haberle entregado 35 años de su vida. Recuerdo como la preocupación devoraba su tiempo muerto de recién jubilado en la casa; recuerdo su estrés desmedido que devino en hipertensión, y que, probablemente, le dio inicio a ese cáncer que en silencio devoró sus entrañas hasta llevárselo de manera fulminante a los 79 años. Comprendí entonces, ya entrando a los veintes, la real naturaleza de las corporaciones y el verdadero valor que para ellas tiene un empleado, un ser humano.

Por otro lado, la guerra interna tocaba a los limeños de cerca. Y, de pronto, casi sin darnos cuenta y a pesar de la proliferación de de las bombas, los apagones, las torres caídas, los muertos en los noticieros que, parafraseando a Harry Martinson, terminaron de matar a la majestad de la muerte, todos nos encontramos atrapados entre el terrorismo de los grupos subversivos y el terrorismo de Estado. La guerra de baja intensidad hacía su trabajo. Lo mejor de lo aprendido por Montesinos en La Escuela de Las Américas, empezaba a envenenarnos lentamente con la aprobación directa del dictador. Los sótanos del pentagonito se convirtieron en su patio de juegos sombríos. Recuerdo que cuando mi hermana mayor, que para ese entonces ya había dejado el país, llamaba a mis padres y hablaba pestes de Fujimori, mis padres se ponían nerviosos, le decían, “no hables así, nos pueden estar escuchando.” Y es que ese era uno de los miedos del terrorismo de Estado, la sensación de que todos estábamos siendo escuchados, de que todo, hasta lo más privado podía ser sabido por el Servicio de Inteligencia Nacional. Me pregunto que habría escrito George Orwell sobre eso.

En esa época terrible tuve otro encuentro frontal con la dictadura. Fui levado junto a mi mejor amigo. Un camión del ejército nos interceptó y sin decir más nos subieron a la tolva y nos llevaron al cuartel. Incomunicados y sin documentos, nos informaron que nos iban a llevar a la zona de emergencia para combatir contra el terrorismo. Simplemente desaparecimos sin dejar rastro. Por suerte, y por qué no, con un poco de vergüenza, el privilegio de tener un contacto nos libró de ese siniestro futuro a los pocos días. Hasta ahora me pregunto, cuántos jóvenes habrán desaparecido de las calles de Lima y del Perú, subidos a la mala en la tolva de un camión y, luego puestos, en contra de su voluntad a transitar los oscuros territorios de la muerte. Yo pude ser uno de ellos.

Poco tiempo después, apenas recuperado del trauma, me encontraba jugando billar en Bowling de Miraflores, cuando un grupo de soldados irrumpió en el local fusiles al hombro. Empezaron con el ritual de los documentos que yo ya bien conocía. Un soldado se acercó a mí, me pidió mi libreta electoral (DNI) la miró, la guardó en el bolsillo y dijo sin mirarme: “Tu vienes”. Yo sabía lo que me espera y en medio de la confusión, logré escabullirme hacia el mostrador donde atendía una chica a la que le supliqué que me dejara esconder. Ella lo dudo por unos instantes, pero finalmente asintió y me indicó con señas, que me tirara al piso tras el mostrador. Así lo hice. No sé cuántos minutos estuve ahí tirado. A través de la rendija inferior del mostrador, veía las botas de los soldados que iban y venían buscando jóvenes, escuchaba sus gritos abusivos y las súplicas inútiles de los muchachos. El terror me sumergió de pronto en el silencio. Finalmente la chica me tocó el hombro y me dijo que ya se habían ido. Cuando me levanté, el Bowling, que minutos antes hervía de jóvenes, de conversaciones, de risas, de sonidos de bolas de billar, era un desierto, un espacio abandonado en el que se podía oler el miedo y el abuso. Llegué a casa atormentado con la idea de que tarde o temprano me irían a buscar puesto que tenían mi documento de identidad. Pero eso nunca ocurrió.

El gobierno del dictador Fujimori de jactó se haber terminado con el terrorismo con la captura de los cabecillas de Sendero y del MRTA. Y los peruanos, cansados de la violencia volvimos a creer en su patraña. No nos dimos cuenta de que esas capturas no le ponían fin a nada, que eran tan solo un paliativo, o mejor dicho un retardante, porque la desigualdad y la injusticia que permitieron el nacimiento de la insurrección siguen ahí, más fuertes que nunca, alimentadas por el modelo neoliberal que polariza y grita sus logros en la cara de un país hambriento; alimentada por una clase dominante llena de taras que acrecientan las diferencias y nutre el resentimiento, el odio y la división. La violencia se encuentra en estado de latencia.

Pero mientras todo eso sucedía, el dictador japonés en el Perú Fujimori Fujimori y su alter ego Vladimiro Montesinos, orquestaban su plan de permanencia indefinida en el poder. Para eso, era necesario destruir todas las instituciones democráticas, cambiar la constitución y eliminar, figurativa o literalmente, a todo aquél que representara un problema, incluso a la propia esposa, Susana Higuchi, a la que, por no prestarse a ser cómplice de la corrupción de la mafia que ya era el fujimorismo, se le secuestró, se le torturó y se le sacó de palacio: “Un fin de semana entre abril y mayo de 1992, ocho personas me sacaron con mucha violencia del departamento que nos fue asignado en el segundo piso de uno de los edificios del SIE. Me sacaron con los ojos vendados, me encapucharon, me metieron en una camioneta 4×4 y me llevaron a no sé dónde. Me torturaron con golpes hasta que caí inconsciente.” En ese momento, los hijos de Susana Higuchi optaron por darle la espalda y quedarse del lado del poder. Luego en 1994, tras el divorcio de sus padres, Keiko Fujimori, de 19 años, asumió el rol de primera dama, suplantó a su madre sin remordimiento alguno. Desde ese momento su complicidad con la dictadura y su escala de valores quedaron completamente claras para mí.

Pero el plan de permanencia indefinida en el poder también implicaba tener al pueblo adormecido, manso, controlable. No se quería que ocurriese lo mismo que pasó con la dictadura de Morales Bermúdez. Se aplicó entonces, una intensa campaña de embrutecimiento, un trabajo concienzudo para que el pueblo cayera en la inanición mental. Surgieron los periódicos chicha, los cómicos ambulantes, los talk shows con su reina, Laura Bozo, que lucraba con la miseria del pueblo y le hacía abierta propaganda al dictador. Las calles se llenaron de casinos y el país de ludópatas ansiosos por cambiar su vida en una buena noche mientras se alejaban irremediablemente de la realidad y se sumergían cada día más en la miseria. Una imagen me viene a la mente: Una mujer pobre y hambreada le lame la axila sudada a un hombre por veinte dólares en televisión nacional. En eso se había convertido el Perú. La dictadura de Fujimori no solo asesinó literalmente a miles de personas, sino que también, intentó matarnos la mente, el espíritu, la dignidad. Me temo que con muchos lo logró.

Y paralelamente al horrendo espectáculo de la miseria física, moral y mental a la que era sometido el pueblo, Keiko Fujimori, la muchacha que le dio la espalda a su madre, la muchacha que la suplantó, la primera dama y cómplice de todo lo ocurrido, se educaba en el extranjero con dinero robado, con dinero de los peruanos. Y tengo la clara convicción, de que se educaba para ser la heredera directa del régimen, la continuadora del proyecto Fujimori. Es indescriptible el asco que siento al escribir estas líneas.

Sin embargo, la horrenda infección del Fujimorato, empezó inevitablemente a supurar los líquidos de su descomposición. En el 2000, la estructura de corrupción, mafia y estulticia empezó a desmoronarse. Fujimori intentaba una tercera reelección para lo que estaba utilizando todos los métodos propios del fujimorismo. Pero una pequeña parte del pueblo empezó a abrir los ojos, apareció la figura de Alejandro Toledo y la oposición empezó a tomar fuerza. Finalmente, los vídeos empezaron a salir como gusanos de un cuerpo podrido, y el pueblo adormecido abrió los ojos a la verdadera naturaleza del falso mesías, al olor de la carroña. Descubrimos la metástasis del mal en cortos vídeos de cámaras ocultas en la salita del SIN. Vimos con asco e indignación el desfile de todos, hasta de los impensables, que caían rendidos ante los fajos de dólares. Pocos fueron los que lograron salvarse. Se descubrió el fondo de la miseria dictatorial, el grupo Colina, los asesinatos selectivos, el control de los medios masivos de comunicación, incluso planes como el Narval, diseñado para asesinar a los periodistas de oposición.

Y como sucede cuando se enciende una luz en una casa infestada de ratas, todos empezaron a escapar, a tratar de salvar sus pellejos. Fujimori pretendió jugar al demócrata, al que no sabía nada y convocó a nuevas elecciones. Pero la verdad estaba expuesta y su rabo de paja abarcaba distancias inconmensurables. Cesó a Montesinos y en el colmo de la desfachatez, le agradeció los servicios prestados y le dio un chequecito por quince millones de dólares. Y ahora, Keiko Fujimori, la que suplantó a su madre, la primera dama del dictador, la que vivió sobre las mazmorras del SIN, afirma sin sangre en la cara, que su padre no sabía nada. Queda claro que de todas las ratas, la más asquerosa fue Alberto Fujimori, que luego haber negado ante todos los peruanos la verdad descubierta de su nacionalidad japonesa, escapó a Japón y como el peor del los cobardes, renunció por carta desde la seguridad de su condición de protegido por país del sol naciente. Literalmente se cagó en todos los peruanos, en todos, en los vivos y en la memoria de todos los muertos y desaparecidos durante su gobierno de terror, robo e infamia.

En ese momento, yo dejé el país, asqueado de todo lo vivido, desencantado por completo de la política, absolutamente convencido de que a través de ella ningún cambio significativo en beneficio del pueblo se realizaría, mucho menos bajo los influjos del neoliberalismo, esa otra forma de dictadura. Y en estos diez años en los que he vivido en Estados Unidos bajo el nefasto gobierno de Bush, y ahora de Obama, lo único que ha ocurrido es que me he reafirmado sistemáticamente en mis ideas. El mundo está dominado por los intereses económicos, no hay lugar para el corazón o el sentido humano o la justicia social en el modelo neoliberal. Mucha razón tiene Chomsky cuando afirma que hablar de crisis es para este mundo, hablar de dinero y no de hambruna, de educación, de salud, de miseria moral o espiritual; que ese modelo (el neoliberal) sólo beneficia a aquellos que tienen el poder de imponer el régimen social y económico; que “es justo decir que el enemigo común de la democracia y del desarrollo en el período moderno es el neoliberalismo". Y todo eso es precisamente lo que ha pasado en el Perú durante estos últimos diez años de crecimiento neoliberal. El enriquecimiento de la élite, la polarización extrema del país, el baile opulento de unos pocos en el país en el que cada año mueren decenas de seres humanos, viejos y niños, de hambre y de frío; el atropello de nuestras culturas y nuestras tierras sagradas en nombre del progreso. El cuento de la distribución de riquezas y la justicia social jamás se hará realidad mientras el control del dinero y de las decisiones políticas y económicas siga en manos de las corporaciones.

Durante este tiempo de campaña electoral y de cruce de ideas, se me ha acusado de ser un izquierdista radical, de ser un Humalista recalcitrante. Pues me temo que voy a decepcionarlos cuando les diga que no soy ni lo uno ni lo otro. Es más, ni siquiera voy a votar. Hace tiempo que deje ejercer ese derecho porque no creo en el sistema político como agente de cambio. Me imagino que a estas alturas del texto, si es que se han dado el tiempo de llegar hasta aquí, eso debe haber quedado claro. Como también les debe haber quedado claro, que jamás, lo digo de nuevo, jamás, podría asociarme ni mucho menos avalar la reivindicación de una dictadura tan asquerosa como la de Fujimori. Y votar por Keiko Fujimori es votar por esa pseudo doctrina de crimen, estulticia y atropello. Yo no voy a votar, lo repito, pero considero que en la coyuntura actual, solo hay dos opciones respetables, no votar, o votar por Ollanta. Votar por Keiko Fujimori, si es que no se ha votado por ella desde la primera vuelta, como todo buen miembro de un partido dogmático, es votar por el modelo económico a pesar de todo lo que ello implique; es responder al discurso del miedo creado por los neoliberales; es actuar como esos pobres a los que las señoras de la clase alta compran ahora con un pollo o una frazada sin darse cuenta de que a ellas las están comprando de la misma manera; es vender la dignidad y la memoria; es pensar en el propio beneficio (como todo buen neoliberal); es no respetar la memoria de los miles de muertos y desaparecidos ni a sus familas; es ignorar al pueblo y tratar de limpiar sus conciencias con la enorme mentira de que habrá justicia social.

José Antonio Galloso

Oakland, 12 de mayo de 2011

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